Don Florentino, un hombre alto y robusto, con grandes huesos y músculos graníticos, cerró la indolente puerta de madera de la iglesia que crujía sobre los pilares de su pasado herrumbroso e histórico.
Acababa de salir del funeral de un devoto feligrés, a quien había administrado el santo óleo tres días antes. Recordaba perfectamente la habitación del enfermo. Las sábanas blancas del lecho de muerte, las sonrisas casuales de los que acompañaron los últimos suspiros de un viejo granjero devorado por una enfermedad despiadada, enclavados en el único órgano masculino del que era misericordioso y cristiano evitar siquiera mencionar el nombre y, sobre todo, el olor insistente y almibarado de quien ya está imbuido, incluso antes de que lo lleve consigo, en el manto de la gran consoladora.