¿Podemos los docentes promover que el alumnado esté más interesado en aprender y no tanto en la "nota"? ¿Podríamos imaginarnos todo un curso sin dar ninguna "nota" y, solamente al final, consensuar una calificación? Tal vez este sea un deseo que muchos tenemos y que, si queremos que se convierta en realidad, exige que reexaminemos a fondo el sentido y la práctica de la evaluación.
Esta revisión parte de la asunción de que la función fundamental de la evaluación es regular todo el proceso de aprendizaje, es decir, centrar su fuerza en un buen feedback, que ayude al alumnado a tomar buenas decisiones para identificar qué hace ya suficientemente bien y cómo puede vencer los obstáculos que le vayan surgiendo. Condiciones necesarias son, por una parte, el cambio en el estatus del error, a fin de que se perciba como algo normal y el punto de partida para aprender. Y, por otra, el paso del protagonismo de la evaluación al alumnado, dado que es este quien tiene que corregirse y encontrar los mejores caminos para reconocer los aciertos y avanzar en la superación de las dificultades.
Sobra decir que esta nueva perspectiva de lo que tradicionalmente hemos entendido por evaluar no se puede reducir a decir a los alumnos que se autoevalúen, ya que, para que lo hagan de forma autónoma, es necesario cambiar otros muchos aspectos de la práctica escolar. Es una transformación que requiere tiempo, pero a medida que se va interiorizando, la evaluación pasa a ser útil y gratificante para todos, aprendices y docentes.